La
sostenibilidad es un concepto eco-biológico que habla del equilibrio entre una
especie y los recursos de su entorno inmediato. Si se mantiene ese equilibrio
la especie progresa, evoluciona o, al menos, sobrevive. Si se pierde ese
equilibrio la especie desaparece. Eso ha ocurrido millones de veces con las
especies vivas que han poblado la Tierra, que han sido sustituidas por otras
más resilientes o con más suerte, que también hay que tenerla. El ser humano es
una de esas especies en riesgo si se pierde el equilibrio. Como especie aún no
hemos desaparecido, pero aldeas, tribus, comunidades o razas enteras, si lo han
hecho por esa causa.
El
entorno inmediato de los animales y vegetales es muy pequeño en general, pero para
el hombre hoy en día es la superficie total del globo, y tal vez en el futuro
lo sea incluso nuestro sistema solar. Pero mientras no podamos llegar tan lejos
deberemos ser cuidadosos con la capacidad de recuperación de los recursos de
esta gran isla que es la Tierra. Al igual que consideramos a las islas como ecosistemas
delicados, la Tierra lo es también.
A
lo largo de la existencia del planeta ha habido cinco grandes extinciones, con
la desaparición de más de 70, 80 o incluso 90% de las especies vivas. En
general no ha sido culpable el hombre sino fenómenos naturales, como la propia formación
de la Tierra en la época de los volcanes, las sucesivas e inevitables glaciaciones
que se han ido produciendo o el gran meteorito que cayó sobre el Yucatán y que mató
a todos los dinosaurios al romperse la cadena trófica y desaparecer sus
recursos alimenticios.
Hoy
en día se dice que estamos camino de la sexta extinción. Tal vez sea una
exageración, pero si somos capaces de leer los avisos que nos manda el planeta
quizá no lo sea tanto. Las grandes extinciones siempre han venido precedidas de
rápidos cambios en el hábitat a los que los seres vivos no han podido adaptarse
por falta de tiempo; con tiempo todos los seres vivos evolucionan para
adaptarse a un nuevo hábitat. Hoy en día los cambios que se están produciendo
en nuestro hábitat se producen a un ritmo 10 veces superior al que hubo en las
cinco extinciones anteriores. Luego es cierto que estamos en situación de
riesgo y que debemos controlar los cambios y adaptarnos a una nueva situación.
¿Qué
recursos están en riesgo? Para cualquier ser vivo los alimentos, el agua, el espacio
físico con un aire limpio para desarrollarse, y los recursos materiales para
cubrir sus necesidades de hábitat.
Desde
la óptica de la arquitectura, nuestra responsabilidad está en esos recursos
materiales para construir y energéticos para acondicionar y cubrir el resto de
necesidades funcionales del edificio. En este aspecto la energía es menos
problemática porque tenemos conocimientos y recursos tecnológicos para no
agotarla: el diseño bioclimático y el uso de instalaciones de energías
renovables. Sin embargo agotamos completamente los materiales que usamos para
construir. El único material constructivo sostenible es la madera, pero no es
el más adecuado en muchas partes del mundo, como es España, para aprovechar pasivamente
los recursos renovables del clima. El agua es otra de nuestras
responsabilidades porque los edificios en su construcción, materiales y
sistemas, y en su uso, consumen gran cantidad de agua. El agua es una cantidad
limitada y fija que con el aumento de la población toca a menos. También es el momento
de empezar a preocuparnos de los alimentos y convertir a las ciudades, y por
qué no a los edificios, en pequeños productores de recursos.
La
resiliencia es la adaptación de un ser vivo, como nosotros, a un agente
perturbador, la falta de recursos, o una situación adversa, como el cambio
climático. Por esos deberíamos empezar a hablar de una arquitectura resiliente,
capaz de adaptarse a las condiciones actuales. La arquitectura popular siempre
fue resiliente, disponían de los recursos materiales de su entorno para
construir y del clima para acondicionarse, logrando una perfecta adaptación,
que va más allá de lo medioambiental para ser también social y cultural.
Ha
habido arquitectura popular capaz de encontrar aislamiento térmico para
conservar la energía que captaban o producían, como la turba en las casas
islandesas, los techos de pasto en Noruega, el picón volcánico en Santorini o
la totora en el Titicaca. Capaz de provocar la ventilación necesaria para crear
espacios acogedores, como en los palafitos situados sobre las corrientes de
agua, a través las fachadas permeables en los climas tropicales, gracias a las
estructuras completamente diáfanas en planos verticales y horizontales de las
casas japonesas, o con los inteligentes sistemas de ventilación de las torres
de viento persas o las chimeneas térmicas por diferencia de altura de las casas
cueva. Capaz de asegurar la protección solar que no falta en ningún clima que
tenga una radiación excesiva, a veces con dispositivos, a veces simplemente eliminando
los huecos al exterior u orientándolos correctamente.
Las construcciones de los uros sobre el Titicaca se adaptan al recurso
local, la totora, para hacer con ella las islas, las casas y usarla como
alimento y combustible.
La
arquitectura bioclimática es la heredera de esa arquitectura popular. Por eso, aunque
no le cambiemos el nombre, es claramente una arquitectura resiliente y, por
tanto, sostenible.
Casi
diría que el término resiliente es más adecuado que el de sostenible, ya que éste
tiene una connotación de pasividad, de aguantar, de sostener, mientras que el término
resiliente nos habla de adaptación y, por tanto, de evolución, la que no
tuvieron los millones de especies que desaparecieron en el pasado.
La
ciudad también tiene que ser resiliente al inevitable cambio climático. Quizá
las ciudades son los entes más sensibles al cambio climático, porque si la temperatura
del globo llega a subir unos 2 ºC a lo largo del siglo, como se prevé en
algunos escenarios, las ciudades seguro que triplican la subida. La culpa la
tendrán las superficies inorgánicas que acumulan el calor de la radiación
solar, y la contaminación con gases de efecto invernadero que dificultará que
ese calor acumulado se pueda disipar hacia la bóveda celeste. La insensatez de eliminar
completamente la naturaleza de las urbes, salvo por elementos icónicos que nos
hacen creer que tienen suficiente vegetación, y permitir fuentes de contaminación
descontroladas, han convertido a las ciudades en islas de calor. Es necesario
recuperar la vegetación en los suelo, aunque sean pequeñas manchas de verde repartidas
por las calles que por su anchura lo permitan, en los techo y fachadas viables,
ampliar los suelos permeables al máximo posible para recargar acuíferos y
aportar enfriamiento evaporativo, usar suelos que absorban menos radiación
solar y fomentar las zonas sombreadas.
Isla de Calor Urbana de Madrid realizada por el grupo de investigación ABIO, con diferencias de más de 10 ºC entre
distintos puntos de la ciudad.
Pero
es igualmente importante reducir los gases de efecto invernadero y el calor
antropogénico fruto de la actividad humana en la ciudad. Esto último lo
conseguiremos si rehabilitamos seriamente los edificios de forma que no precisen
de refrigeración, de no ser así, el calor de las máquinas enfriadoras irá a la urbe,
o de calefacción, para que no emitan gases contaminantes.
Fachada vegetal sobre el Museo del muelle Branly de Jean Nouvel en París,
reduciendo el sobrecalentamiento del edificio y, por tanto, de la ciudad.
En
cuanto a la primera cuestión, el mayor problema proviene de los coches y
cocinas. Con el tiempo, la ciudad para ser saludable tiene que volverse
eléctrica. Deberían hacerse políticas a largo plazo que exijan que en un
periodo, por ejemplo de 20 años, todos los coches de residentes o cualquier otro
vehículo que circule por la ciudad, sean eléctricos. Esto eliminaría esos gases
que afectan a la isla de calor y, por supuesto, a la salud. Es posible pensar
que en ese periodo de tiempo el parque automovilístico habrá tenido que renovarse,
haciéndolo de una forma pausada. También las cocinas deben ser eléctricas, y
cualquier otro uso contaminante.
Naturalmente
esto tiene que venir acompañado de mediadas en paralelo, como políticas de ayudas para la compra de nuevos
coches, suficientes puntos de recarga o el desarrollo de nuevas tecnologías. ¿Tenemos
suficiente producción eléctrica para suministrar energía a todos los coches si elimináramos
los combustibles? Pues evidentemente ahora no, por tanto, debe haber también medidas
a largo plazo en paralelo, como la producción eléctrica de fuentes renovables
en la propia ciudad, para que puedan llevarse a cabo sin menoscabo económico
para el usuario o la ciudad; cada edificio puede convertirse en un pequeño
productor de energía eléctrica con la tecnología de la que hoy mismo
disponemos.
¿Es
posible mantener o mejorar la habitabilidad de los espacios públicos, la
ciudad, o privados, los edificios, sin agotar recursos? Si es posible tiene que
serlo a través de criterios de adaptación que aprovechen los recursos y que por
tanto sean sostenibles.
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